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Nosotros - Nuestro fundador

PADRE ANDRÉS FERNÁNDEZ PINZÓN.


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En la intimidad de su oficina y con la compañía de un crucifijo en bronce dispuesto en una pared, empezamos la charla, poco antes de finalizar la tarde. Su gran estatura y su aspecto de hombre rígido que en ocasiones intimida se desdibujo con su sonrisa familiar que se esbozaba al hablar de su temprana infancia en Bogotá y luego en el municipio de La Ceja- Antioquia, donde terminó sus estudios de secundaria. Corría el año de 1951, cuando llega a la familia de Leonardo Fernández y Rosa Pinzón, el primer y único hijo, que luego de tener una infancia normal en una familia de clase media-alta, termina involucrado con una comunidad que nacía en aquella época y que se dedicaba al cuidado expreso de personas marginadas en las calles de la ciudad y por ende de quienes estaban recluidas en las prisiones.

A su padre, a quien perdió a la edad de 12 años, lo recuerda como un hombre estricto y que no permitía que su único hijo se relacionara con niños de la calle. Fueron muchos los castigos que recibió al encontrarlo jugando en los alrededores del barrio La Candelaria en el Centro de Bogotá, con los niños de la calle, con quienes compartía los panes y galletas que podía sacar de la casa a escondidas bajo el brazo.

En el 2020, el padre Fernández cumplió sus primeros 50 años de trabajo en las cárceles, los cuales no han sido fáciles, como él mismo lo asegura, pero sí le han dejado la satisfacción de mirar retrospectivamente y darse cuenta que se han hecho grandes cosas por el mundo penitenciario. “Me parece que gracias a Dios y al esfuerzo de muchas personas hoy se entiende mucho más lo que es la Pastoral Penitenciaria, se entiende y se valora en el buen sentido de la palabra. Desde nuestros ámbitos diocesanos o nacionales, hasta los ámbitos internacionales, me parece que se ha logrado muchísimo”.

Su camino hacia Dios y orientado a la ayuda de personas marginadas se dio fortuitamente, cuando un sacerdote lo llamó, y le habló de la posibilidad de trabajar con personas necesitadas.

Aquel niño inquieto aceptó sin dudarlo y sin tener miedo de dejar a su madre invidente. “Dejé a mi mamá sola al cuidado de una empleada en Bogotá, porque cuando uno se preocupa de las cosas de Dios… Dios se preocupa de las cosas de uno”. Y así fue; tiempo después su madre se iría a La Ceja, con la austeridad, pero la paz de una casita de campo, donde vivió hasta su muerte en 1986.

Su camino ya estaba designado desde el cielo, pues desde pequeño mostró su desprecio hacia la injusticia y las diferencias sociales. Sin embargo, asegura un poco en broma que no imagina cuál sería la actitud de su padre, si estuviera vivo, con respecto a su trabajo. “Un día recuerdo que mi papá salió para la finca, entonces apenas se fue yo fui a la cocina y saqué comida, pan y arequipe y otras cosas para llevarles, pero con tan mala suerte que mi papá se tuvo que regresar a casa; fue a buscarme y me encontró jugando con todos esos muchachitos en carros de balineras y esa fue la primera vez que me dieron correa, porque para él, yo estaba muy mal relacionado. Si hoy estuviera vivo, no sé que pensaría de todo esto en lo que estoy metido”.

A diferencia de su padre, su madre quien estaba privada de la vista, apoyaba y le animaba en todo, e incluso iba con él a las cárceles y los internos la querían mucho. “Recuerdo que la ayudaban a bajar del carro y la dejaban en la puerta del patio de la cárcel; cuando llegaba la cogían los internos y la llevaban y se sentaban con ella a escucharle sus historias sobre la vida en Bogotá y de cómo percibía el mundo; además les hacía bromas, les declamaba porque le encantaba escribir poesía”, cuenta con profundo orgullo.

Fue así como paulatinamente su sueño de niño de ser sacerdote se fue volviendo realidad. Su primer paso para acercarse al sacerdocio fue viajar a Antioquia donde tuvo una experiencia comunitaria; más adelante se vinculó al trabajo con varios frentes hasta que Dios le puso en el camino el mundo sórdido y necesitado de las cárceles. Allí no sólo empezó su trabajo con los internos sino a la vez con los familiares de ellos, con los hijos desprotegidos de los reclusos y con sus esposas.

Años más tarde y luego de haber terminado sus estudios de secundaria, la comunidad lo admite para adelantar sus estudios en el Seminario Nacional de Cristo Sacerdote en La Ceja, donde termina la filosofía y la teología para ser ordenado el 29 de mayo de 1982. Desde ese tiempo fue cultivando lo que hoy, luego de muchos años, está recogiendo como frutos de su empeño y amor por las personas más necesitadas de la sociedad como son los reclusos.

Fue así como en esa época, y ante la mirada desafiante de propios y extraños, inicia visitando las llamadas “zonas de tolerancia” de la población, hoy lugares de lenocinio y prostitución con el fin de conocer de cerca la problemática de los niños y de las mujeres, en su mayoría familiares de los reclusos. “Eso era un escándalo, aún para las autoridades del pueblo, que un seminarista se atreviera a entrar a las casas y cantinas de prostitución, porque no se entendía muy bien que las motivaciones eran totalmente diferentes a las que se pensaba y por supuesto, no faltaron comentarios mal intencionados”. Además recuerda que en un principio las mujeres no entendieron por qué y para qué lo hacía; pero después de presentarse ante ellos y dejarse conocer, comprendieron que para ellos era importante que la Iglesia se preocupara de su situación. “La primera idea, no sólo mía sino del grupo de jóvenes que me acompañaban, fue organizar una navidad diferente para los niños, y desde el día 24 de diciembre en la mañana organizamos la salida para un colegio campestre para regresar al siguiente día en la tarde. Todo para no permitir que la navidad fue para los niños, un día más del mes, sino que fuera por el contrario una oportunidad para descubrir en el pequeño de Belén la magia de la Navidad y a través de los regalos y el cariño que recibían, se olvidaran por un momento de la situación de violencia y castigo que vivían en sus casas. Por lo menos en la Navidad, los niños sentían la presencia de Dios en sus vidas y olvidaban que sus madres los dejaban encerrados o al cuidado de personas extrañas, para salir a buscar el pan diario a través de la prostitución. Todo esto marcó mucho mi vida y aún hoy el trabajo con los niños, hijos de los reclusos requiere un mayor compromiso de nuestra parte”.

Con esta anécdota, el padre Andrés mira un momento hacia la ventana tratando de rememorar aquellos instantes decisivos en su vocación y en su mirada se observa su satisfacción al tener el trabajo de las cárceles a la altura de su generosa entrega, plasmada en los diversos servicios que se han creado para ofrecer apoyo a las personas privadas de su libertad, sus familias y demás integrantes del ámbito penitenciario; pues como él bien lo dice, “mi corazón se quedó allí para siempre y será muy difícil pensar en otros proyectos con otro tipo de personas que no sean los reclusos”.

“ La cárcel tiene una cosa muy grande:, entra uno por primera vez y si se unta de cárcel se queda uno impregnado para siempre”, Con estas palabras el Padre Andrés hilaba sus ideas mientras recordaba esa primera vez que llegó a una cárcel para una fiesta de las Mercedes, en una antigua y lúgubre prisión, donde en su mente tenía la angustia y los prejuicios de cualquier persona que nunca ha estado en la cárcel: “Yo me imaginaba que eran hombres horribles y entonces al abrir la puerta entré corriendo pues era un muchacho y los internos pensaron que yo era otro interno más que había llegado, pero poco a poco se fueron dando cuenta que iba era en otro plan y me senté a charlar con ellos sobre unos colchones viejos y rotos de paja. A los 10 minutos se desprendió un pedazo de cielo raso y calló cerca de donde me encontraba; casi me mata, esa fue como la acogida que tuve yo en la cárcel de La Ceja en septiembre de 1970”.

Al ser testigo permanente de esa realidad oculta para muchos y ajena para otros, el Padre Andrés se convence cada vez más de que esta es su verdadera misión, “porque el ver la impotencia de las personas recluidas, que claman apoyo y comprensión de sus familias y de la sociedad, siento más aprecio y apego por lo que hago y detrás de mí hay muchos sacerdotes y personas que a diario hacen presente la preocupación de la Iglesia Católica por el mundo de la prisión”.

A medida que transcurría la conversación y que los recuerdos llegaban al presente, en su voz se sentía la fuerza y el vigor que da la tranquilidad de trabajar a conciencia y de la mano de Dios, pues admite que esta es la clave para llevar tanto tiempo trabajando en un campo duro como el ámbito penitenciario. “Si no hay una experiencia espiritual y un motor espiritual que mueva esto, humanamente no es nada agradable, es mucho mejor trabajar en otros campos. Para esto hay que estar de corazón completo y con la fortaleza de Dios”.

A mediano plazo, la misión de la Pastoral Penitenciaria Católica se centra en la construcción de su sede nacional, donde se podrá continuar con los programas que se tienen actualmente y ofrecer servicios, especialmente a quienes recobran la libertad y las familias de quienes allí se encuentran. Un proyecto que se está haciendo realidad gracias al apoyo generoso de personas y empresas que se interesen en invertir socialmente en este tipo de iniciativas que, sin lugar a dudas, hará una gran contribución a la paz, la convivencia social y el restablecimiento de la dignidad humana de cada uno de los beneficiarios.

La charla que ya llevaba casi dos horas fue cerrada con una última pregunta acerca de la dignidad humana de los presos, a lo cual el padre Andrés aseguró “Hay que asumir que yo pierdo mi libertad, pero no la dignidad; y el hecho de perder la libertad, no quiere decir que mi dignidad quede pisoteada.

Y aquí el tema se amplia más, porque no es sólo el interno, es su familia la que en muchos casos también es señalada y juzgada como si fueran otros delincuentes. Es decir, que la dignidad humana hay que respetarla, uno no puede aquí con excusas de fanatismo pisotear la dignidad de la persona, el hombre merece respeto sea quien sea, esté donde esté. Así haya caído donde haya caído es un hijo de Dios que merece respeto”.

Desde el año 2016 deja la coordinación nacional de Pastoral Penitenciaria y se dedica de tiempo completo a la dirección de la Fundación Caminos de Libertad, entidad canónica de reconocimiento civil, creada en 1997 en la Arquidiócesis de Bogotá y que tiene como misión fundamental el fortalecimiento de la presencia de la Iglesia Católica en las prisiones de Colombia.

Luego de tantos años de servicio penitenciario, el Padre Fernández seguirá ofreciendo esperanza en un mundo oscuro y desconocido para el común de los mortales, para quienes un “Preso”, es una persona que merece estar allí por quebrantar las reglas de convivencia social, olvidando que nadie está exento de perder la libertad. “Lo mucho o poco que se hace, lo hacemos convencidos de estar cumpliendo las palabras de Jesús: … cada vez que lo hicieron con uno de éstos mis hermanos más pequeños, lo hicieron Conmigo… Y lo hacemos hoy por ellos, mañana por nosotros, porque la prisión no distingue clases ni grupos sociales”, concluye el Padre Fernández.

Bogotá, D.C. Septiembre del 2020

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